El acarreo y la trilla
Antes de trillar, había que “acarrear”, es decir, traer los haces a la era. Como el abrupto terreno de Valdeosera no permite tener carros y todos son caminos de herradura, el acarreo resultaba bastante costoso. Para cada parva, se echaban seis “cargas” de mies por lo menos. Se llamaba una carga a lo que podían traer dos caballerías, a seis haces cada una. Así que había que hacer seis viajes para cada parva y algunas piezas estaban a una hora de camino. Al ir a la pieza se iba montado a caballo y se aprovechaba para merendar pan con chorizo, salchichón o jamón. Cargar los haces en los machos también era un arte. Se iban colocando en la salma, alternando de un lado y del otro para que no vencieran, y se iban atando por el medio con la soga, haciéndole unos pases y nudos determinados de forma que no se soltaran. Los niños éramos muy útiles para acarrear, porque una persona mayor nos cargaba los machos y luego los traíamos nosotros a la era en el pueblo y volvíamos después a por más.
Mientras tanto, el hombre se podía quedar segando algún trozo de la pieza. Como en Valdeosera se solía trillar casi todos los días, se hacían dos o tres viajes de acarreo por la tarde y otros dos o tres por la mañana. Se comenzaba antes del amanecer y se volvía con las estrellas. Algún día no se trillaba, bien porque no hacía buen tiempo, o porque había que ir de ganadero, o porque no se tenía suficiente mies preparada.
Entonces se aprovechaba para ir acarreando y se dejaban los haces bien apilados formando “hacinas” junto a la era, en el “hacinadero”. Si amenazaba lluvia, los haces se cubrían con lenzuelos, porque no había cosa peor para trillar que estuviera la mies mojada. La trilla se solía comenzar a mitad de agosto. Esta época del año era la más intensa de trabajo porque, además de los animales, que no se podían desatender, había que hacer la recolección del cereal. Se trillaba en las eras y cada divisa tenía la suya. La mayoría tenía el suelo de losas, de modo que la paja se pudiera “moler” (picar) mejor al contacto del trillo contra la piedra. Para la época de la trilla era necesario limpiar bien la era, quitándole la hierba y malezas que habían salido en la primavera. Esta operación se hacía cuando se iban a trillar los yeros.
La trilla requería, además, de varios instrumentos y herramientas. En primer lugar, el trillo, que era un tablón o plancha de maderas ensambladas, en las que había, incrustadas, piedrecitas de pedernal, que son las que tenían la misión de cortar la paja. Para que “corriera” mejor, tenía cuatro ruedecitas de hierro. Podemos decir que el trillo, lo mismo que el arado, son de la época romana. Modernamente se introdujo la “máquina”, que tenía varios ejes con cuchillas de hierro para picar la mies. Con el uso, los trillas perdían algunas piedras y, por eso, todos los años venían por la primavera los “empedradores”, que eran gallegos, a reponerlas. A fin de que no se cayeran las piedras durante la trilla, era conveniente remojar los trillas un poco antes de empezar a trillar, a fin de que hinchara algo la madera y aprisionaran más fuertemente los pedernales.
El trillo era arrastrado por las caballerías. Para engancharles el trillo, se necesitaba la “bríncola”, palo de haya con una canal por donde pasaba la soga que se enganchaba a las caballerías y un gancho de hierro con un anillo para coger el trillo. Cada uno de los extremos de la soga acababa en una onda que se metía por la cabeza de la caballería y se apoyaba en el “torrollo”, a fin de no rozarse el animal. El torrollo era como un arco cerrado, que se adaptaba al cuello de los machos y estaba hecho de paja rodeada de tela de saco. No podía faltar tampoco el zurriago o látigo, para animar a las caballerías. i tampoco las “anteojeras” que se les ponían a las caballerías para que no se asustaran y, tal vez, para que no se marearan de tanto dar vueltas. Estas anteojeras eran como unas cabezadas de cuero con dos cuadros a la altura de los ojos que impedían que el animal viera de costado. También se les solía poner un collar de campanillas, que daba alegría al trabajo.
Otros instrumentos necesarios eran las horcas, que las había de dos, de tres y de cuatro ganchos o dientes y de una sola pieza, hechas de ramas de algún árbol inexistente en la zona por lo que había que comprarlas en las tiendas. Se utilizaban para mover la mies y dar vuelta a la parva. Cuanto más fina iba la paja, se necesitaba horca de más dientes. Para ablentar, se usaban los horquillas o bieldas que tenían más dientes más prietos, compuestos de un mango y una cabeza con cinco o seis dientes o púas incrustados. Cuando se rompían, se podían sustituir con nuevos dientes hechos de estepa. También había que disponer de palas que eran de madera hechas de una sola pieza, con su mango y una plancha curvada y fina; servían para tornear cuando estaba la mies bastante molida y también para ablentar el grano. La “rastra” era un palo de unos tres o cuatro metros con unas anillas en los extremos para atados a la soga que arrastraban los animales, y servía para arrastrar la parva y amontonada a un lado de la era, una vez que estaba trillada, y así preparada para ablentar. El “rastro” servía también para arrastrar el suelo que quedaba de la parva, que se iba barriendo. Se necesitaban también las “cribas”, recipiente en el que se echaba el grano con las granzas a fin de cribado. Tenían un aro de madera con una malla de alambre. Las había de dos o tres clases, según la anchura de la trama de la alambre. Las cribas antiguas, en lugar de alambre eran de piel de vaca agujereada, puesta a modo de tambor. El “triguero”, que era la criba más fina, era de este tipo de piel.
La primera operación para trillar era “soltar los haces”, es decir esparcidos por la era, soltando los vencejos que se recogían en un manojo. Para la parva de cada día se echaban entre seis y ocho cargas, dependiendo de la cantidad de paja que tuvieran los haces. Lo primero que se trillaba era la cebada. Después venía el trigo, el centeno y la avena. Deshechos los haces, se les daba vuelta con la horca de dos dientes para tender bien la parva, igualándola lo más posible. Hacia las nueve de la mañana, cuando daba bien el sol en la era, se traía la yunta de caballerías, unidas por un ramal al cuello y la que iba “a la mano”, es decir por dentro, la sujetaba una persona con un ramal largo. Todavía no se les ponía el trillo, y se les hacía dar unas cuantas vueltas con del fin de ir aplantando y emparejando la mies. Después se les enganchaba el trillo, tal como hemos explicado, y comenzaba la faena con alegría y dando unas cuantas voces a los animales para que fueran también alegres, y si hacía falta, algún zurriagazo. A medida que se iba picando la mies, había que hacer las “torneas”, que consistían en dar vuelta a la mies con las horcas para pasar arriba lo de abajo y que todo se fuera deshaciendo por igual. A lo largo de unas tres horas se hacían unas cuatro “torneas”. Para tornear intervenían lo mismo hombres que mujeres y, también, los niños íbamos aprendiendo el oficio. Era costumbre ayudarse en las torneas unos a otros entre los de las eras vecinas, procurando no hacerlas coincidir, para poder ayudarse. Después de la primera tornea, ya convenía montarse en el trillo, a fin de hacer más presión. Se montaban primero los adultos, hombres o mujeres, que guiaban a los machos e iban de pie en el trillo y dándoles de vez en cuando algún latigazo o animando: “Hala, Romeraaa … “, “Lucerooo, que va a lloveeer. .. ” y otros dichos más o menos ocurrentes. Para la segunda torne a ya nos podíamos montar los niños. Esa era la gran diversión, como los “tiovivos” de Logroño, pero gratis. Los pequeños iban sentados, dos o tres juntos, y alguna vez había algún revolcón, te caías a la parva, pero no pasaba nada. Ya mayorcitos, nos atrevíamos a ir de pie sujetando la soga de los animales que nos servía a la vez de agarradero. Llevábamos sombrero o visera. Polvo no faltaba. En la era se estaba descalzo, porque si te ponías zapatillas, se te metían las raspas y te picaban más. De vez en cuando había que echar un trago de agua en el botijo, que estaba guardado en la “choza”, un hueco hecho en la pared de la era, a la fresca; los hombres también tiraban de bota. Cuando se acababa el agua, los niños “agosteros” teníamos que bajar a por agua a la fuente y cogerla de la parte más fría, como me decía mi abuelo. A las doce se paraba para comer y descansar. Entonces los niños nos encargábamos de llevar a los machos a darles de beber a la fuente de allá, mientras los hombres se quedaban dando una tornea a la parva para dejarla hueca y las mujeres se iban a casa a poner la comida en la mesa. Cuenta mi madre que cuando ella y el tío Epi eran muchachos, los mandaron con las caballerías a darles agua pero, como los machos “tenían mosca” y estaban inquietos, no se atrevieron a ponerlos en la fuente, porque había más machos bebiendo agua y tenían miedo de que les dieran alguna coz y volvieron a casa sin darles de beber. Pensaban que, como los animales no hablan, nadie lo iba a notar; pero en cuanto llegaron a casa se dio cuenta el abuelo de que las caballerías estaban estrechas, es decir, sin haber bebido, les echó un reniego y tuvieron que volver a llevarlos a la fuente.
Al mediodía se les echaba un pienso a los machos en la cuadra y se les cubría con una manta para que no se enfriaran. Mientras tanto, las personas comían en casa y luego se echaban una “buena” siesta de un cuarto de hora, porque habían madrugado por la mañana para acarrear y todavía les quedaba mucha tarea por la tarde. Dejar la parva al sol mientras tanto, no era tiempo perdido porque, como decía el abuelo Félix, “el sol es el mejor trillador”; así que después de comer se deshacía rápidamente la parva y con un par de torneas más estaba ya a punto. Estas torneas últimas se hacían, no con la horca, sino con la pala, ya que estaba más menuda la paja. A lo largo de toda la operación de trillar no había que olvidarse de meter las orillas, es decir, ir echando hacia el centro la paja que se quedaba en la parte más afuera del círculo de la parva.
Cuando ya se veía que estaba deshecha la parva, había que recogerla. Se les soltaba a los machos el trillo y se les enganchaba la rastra a fin de recoger todo lo mayor y hacer un montón alargado en la parte de abajo de la era, orientándolo hacia donde se calculaba que mejor entraría el aire ese día para ablentar, porque no siempre entraba del mismo modo el aire. A continuación, las mujeres iban barriendo la era con las escobas de biércol y los hombres con el rastro llevaban para adelante el conjunto de grano revuelto con la paja, hasta acabar de barrer bien toda la era. Para mí, de niño, era una especie de reto lograr dar abasto con el rastro a un par de mujeres barriendo. Cuando se acababa de recoger toda la parva, comenzaba la tarea de “ablentar”. Ésta era la palabra que se empleaba con el significado de “aventar”, echar al viento. Las mujeres o los hombres, todos descalzos en el montón, con el sombrero y un pañuelo al cuello para que no entrara demasiada paja y polvo, iban echando al aire con el horquilla o bieldo, pequeñas cantidades de paja y grano todo revuelto y el viento se llevaba la paja a una distancia de un par de metros; el “tamo” (que es como la camisa de la paja, que pesa menos) se iba un poco más lejos, mientras que se iba quedando el grano en el montón. Ablentar requería su arte, tanto en el modo y gracia de echar el bieldo con cierta inclinación, como en la altura a darle. Si hacía mucho viento se echaba poco alto para que el aire no se llevara el grano; por el contrario, si corría poco aire, había que echarlo más alto y se tardaba más. A veces no se podía ablentar por falta de viento. En Valdeosera solía entrar el aire bastante bien porque el pueblo está muy descarado al norte. Si no, había que esperar a la noche o a la madrugada cuando salía el “solanillo” o “gallego”. A veces entraba tan poco viento que decían que habría que estar “hasta que cante la cochina”. Esta operación de ablentar requería varias vueltas, hasta que en el montón predominaba el grano y entonces se aventaba no con el horquilla, sino con la pala. Cuando ya se había “despajado” o quitado la paja mayor, un hombre se iba con algún mocete a acarrear para el día siguiente.
Después de ablentar viene la operación de “acribar”, exclusiva de las mujeres. Se trata de ir pasando por la criba todo lo que ha quedado en el montón: allí está el grano, las “granzas” o espigas a medio desgranar o ya desgranadas pero medio enteras, piedrecillas de la era, neguillas, que son semillas negras de hierba mala, y hasta los “carajones” (cagajones) de los machos que se hubieran cagado en la parva mientras trillaban, que siempre ocurría. Todo se iba pasando por las cribas, empezando por la clara y acabando con la prieta. El trabajo de acribar exigía buen “aire” en la mujer que lo hacía, que tenía que mover bien los brazos y el talle, para que con el movimiento de la criba pasara el grano y se quedaran en ella los desperdicios. Si había otra persona, le iba echando grano en la criba con un capazo. Las granzas se dejaban amontonadas aparte, porque podían tener grano y se guardaban para echárselas a los cochinos o bien para desgranarlas en casa en el tiempo libre, pues como decía el refrán “mientras descansas, machacas las granzas”, expresión que significaba aprovechar bien el tiempo.
En los últimos años se introdujo un invento técnico, que suponía el primer atisbo de una revolución, la ablentadora de mano. Una máquina que hacía de una sola vez todas las operaciones que hemos descrito. No recuerdo mucho cómo funcionaba, pero sí recuerdo el trabajo que costaba darle a la manivela. Recuerdo al tío Julio dándole a la manivela, porque los demás enseguida nos cansábamos. Algunos decían que con buen aire se ablentaba más con el método de siempre. Venía bien la máquina para cuando no corría aire. Pocos años se usó, porque pronto se abandonó el pueblo y allí quedó la ablentadora, en la choza que hubo que hacerle en la parte de arriba de la era para protegerla en el invierno. Fue el presagio de un cambio, casi la llegada de la revolución industrial a Valdeosera. Porque allí nunca llegó ni la segadora, ni la máquina de trillar, ni mucho menos la cosechadora.
Hecho el montón de grano, con ese color dorado característico, daba gusto meter en él los brazos y dejarlo escurrir por entre las manos y los dedos. Era el fruto de muchos trabajos a lo largo de todo el año. Ahí estaba por fin la cosecha. Se disfrutaba casi tanto como disfrutarían los buscadores de oro del Oeste cuando conseguían alguna pepita entre sus dedos. Entonces entraba en acción la “media fanega”, medida de áridos equivalente a 22 kilos de trigo o 18 de cebada, hecha en forma de un cajón alargado terminado por un extremo en punta, en forma de trapecio. La media fanega había podido servir hasta entonces en la era para cuna del niño pequeño, cuidado por sus hermanos, mientras la madre estaba en la faena de la trilla. Con ella, ahora se comprobaba la cantidad de grano recogido. Según se cogían se iban contando y se vaciaban en talegas. El rendimiento, dependiendo del año y de la calidad del terreno, solía ser de fanega y media por carga. Es decir, en cada parva unas ocho o diez fanegas. La cebada rendía más. En casa de mi abuelo se solían trillar unos doce o catorce días. O sea que se podían coger entre 100 y 140 fanegas de grano, dependiendo de los años, si había apedreado o no, si había llovido a su tiempo o no, es decir, estamos hablando de dos mil a tres mil kilos de grano.
Llenas y bien atadas las talegas, se esperaba a que vinieran las caballerías de acarrear para llevadas a casa. Entonces había que subidas al alto de la casa donde estaban los “alorines”, uno para cada especie de grano. La palabra “alhorín”, de origen árabe, es la que se empleaba allí para designar al “troj”, el compartimento hecho de tabiques para guardar los granos. Por si el cansancio del día era poco, se remataba con el esfuerzo de subir las talegas hasta el somero de la casa, lugar de donde, por cierto, había que volver a bajar el grano cuando se llevaba al molino, para volver a subir allí la harina para amasar. Alguna vez pensaba yo por qué no estaban los alorines en la planta baja. Luego he ido descubriendo que el alto de la casa es más seco, se conservan mejor los alimentos y, además, están mejor custodiados.
El grano se guardaba en los alorines situados en el alto de la casa
Pero el trabajo del día de trilla todavía no se había rematado porque aún faltaba meter la paja en el pajar. Las pocas eras que tenían el pajar al lado, la metían más fácilmente, porque bastaba arrastrada con el rastro y empujada para que cayera al pajar. Los que tenían los pajares a más distancia, como era el caso de mi abuelo, tenían que recoger la paja en “mantadas” y así transportarla al pajar. Para ello se empleaba un “lenzuelo”, que era una pieza de lienzo fuerte, mayor que una sábana. La tela se extendía bien junto al montón de paja, y se arrastraba ésta encima hasta que se agarraban dos extremos y se rellenaba todo lo que cupiera uniendo los cuatro extremos. A eso se le llamaba una mantada de paja y podía pesar unos 30 kilos. Se la cargaba un hombre al hombro con la ayuda de otra persona y la vaciaba en el pajar. Así hasta acabar. El día que no se trillaba se aprovechaba para apretar la paja del pajar, de forma que cupiera más. Lo hacía algún hombre, pero también los muchachos, para quienes era una distracción y un juego. Lo hacíamos andando de rodillas sobre la paja y apoyando las manos en una horca, que ayudaba también a apretar la paja. Cuando la paja iba llegando hasta el techo o hasta alguna viga de madera, había que meterse medio arrastrando y las pasábamos “estrechas”, pero en ese caso, los niños éramos más útiles que los hombres, porque nos podíamos meter por sitios más estrechos. Allí, en el pajar, se estaba calentito, lo cual se agradecía si el día estaba frío.
Metida la paja, se acaba el trabajo de un día de trilla. Se había hecho ya de noche y lucían la luna y las estrellas. Y aún había que aviar los animales y cenar. ¡Pobre pulga la que se pillara en la cama! Pero no había mucho tiempo para dormir, porque todavía lucirían las estrellas cuando era necesario levantarse al día siguiente para comenzar de nuevo con el acarreo para trillar ese día o para acabar de segar alguna pieza. El trabajo era intenso y de no menos de 16 horas diarias.
Algunas veces, el día que se estaba trillando venía tormenta y corría peligro que se remojara la parva. Era mala cosa si esto ocurría, porque la paja y el grano quedaban entumecidos, había que secarlos luego al sol y todo eran inconvenientes. Si se veía venir la tormenta, que solía ser por la tarde, se procuraba acelerar la trilla y, si la cosa se ponía mal, se recogía aunque no estuviera del todo deshecha la parva. Era importante amontonarla y taparla bien con lenzuelos y con lo que hubiera a mano, para evitar que se mojase. Y al día siguiente se acabarían de hacer las demás operaciones, de no ser que escampara pronto ese mismo día. La trilla duraba en torno a un mes, contando con los días que no se podía trillar por mal tiempo o porque tocaba ir con el ganado. Así que para mitad de septiembre se acababa la trilla.
En Valdeosera había algunas costumbres que me llamaban la atención entonces y me siguen admirando ahora. Una era que cuando un vecino terminaba de trillar, ayudaba a otro que no había terminado todavía; y así se puede decir que acababan la trilla todos a la vez. Lo cual es un signo de buena vecindad y colaboración, lo mismo que el otro ya señalado de ayudarse en las torneas o al barrer o a la hora de acribar.